Pero más allá de una cuestión técnica, jugar en el agua y ver como corría el color con ella, me salvó de una ansiedad premonitoria en el encierro justificado de tres meses. Cuando dieron el permiso de salida, me dispuse a correr a Galicia a encontrarme con unos amigos a los que conozco como familia. Para uno de ellos, la pintura y la jardinería habían desempeñado el papel terapéutico y decidimos asistir a clases de dibujo y pintura. Pasé semanas consiguiendo el verde gallego, pintando hojas de parra y convirtiendo la acuarela en mi compañía más cómoda.